Benjamín TORRES UBALLE
El terrorismo es por definición y propósito un delito de lesa humanidad. Su objetivo primario es aterrorizar a la gente por diversos fines. Las causas son muchas y variadas: políticas, religiosas, sociales, económicas y hasta deportivas, entre tantas otras. Una forma de él, peligrosa en extremo, se acentuó: el narcoterrorismo. México lo está padeciendo de manera inmisericorde y dolorosa.
Desde hace tres sexenios, reforzado en el presente, los grupos criminales decidieron salir a operar de modo abierto y retar sin temor alguno al Estado y sus instituciones. Comenzaron por lanzar granadas de fragmentación a la multitud en Morelia, un 15 de septiembre del 2008, fecha emblemática para los mexicanos. Elegir ese día para efectuar el primer acto terrorista, no fue un acto espontaneo ni coincidencia fatal. Representó el desafió abierto que el gobierno no esperaba.
A partir de la época calderonista, la virulencia de los grupos criminales fue in crescendo. La incidencia delictiva ocasionada por la actividad del crimen organizado creció muy rápido y el país empezó a deslizarse por un prolongado camino de inseguridad y violencia. Así la sociedad, como testigo pasmado, empezó a ser rehén involuntario de actos delincuenciales cada vez más temerarios y violentos. Cosas que no se veían en México. El país, decía la vox populi, se había colombianizado.
Mientras el gobierno de Peña Nieto y sus funcionarios (los Duarte, los Borge, “Chayito”, etc.) estaban más atentos a saquear cuanto podían, la nación no frenaba su pauperización en la seguridad nacional. En ese entorno la delincuencia organizada se empoderó a niveles como no lo estuvo antes. El Cartel Jalisco Nueva Generación se dio el gusto entonces de tirar un helicóptero de la Fuerza Aérea Mexicana en mayo del 2015 durante un operativo de vigilancia en Villa Purificación, Jalisco.
En adelante la historia se tornó más estremecedora. Con la llegada del gobierno obradorista la violencia e inseguridad empeoraron. El nuevo presidente cedió sin más el control de la seguridad a las fuerzas armadas pero a condición de no repartir balazos y usar nada más que letalidad de abrazos para contener y convencer a los delincuentes de que se portaran bien so pena de ser castigados a base de chanclazos aplicados por las señoras madres y abuelitas. Una táctica asombrosa.
No es necesario aclarar que la irrisoria y demencial estrategia de seguridad no ha funcionado en absoluto, sino que es el hazmerreír de la población. Más aún, los variados grupos delictivos que pululan en la República se saben realmente protegidos desde el poder omnímodo de Palacio.
“También cuidamos a los integrantes de las bandas, son seres humanos. Esta es una política distinta, complemente distinta”, admitió AMLO el pasado 22 de mayo en su conferencia palatina. En los hechos, esto es de facto una patente de Corzo para que tales beneficiarios hagan y deshagan en el territorio nacional. Eso les dijeron y eso entendieron. Las brutales consecuencias de ello están a la vista en el país. Más masacres, más asesinatos dolosos, más feminicidios, más desaparecidos y, en particular, cada vez menos respeto a las leyes y a un Estado de derecho próximo a colapsar.
Pero es imposible esperar otra cosa cuando a nivel nacional se presencia cómo el Ejército es humillado por el Cártel de Sinaloa y obligado a dejar libre a Ovidio Guzmán, uno de los hijos del “Chapo”, el famoso capo de Sinaloa. Una orden directa del mismísimo comandante supremo de los militares, el presidente López Obrador. La ignominia del “culiacanazo” manchó no sólo los uniformes y la reputación del Ejército, sino que fue la claudicación plena del Estado ante el delito.
Con tales antecedentes, la bestial escalada de sangre se convirtió en un monstruo de mil cabezas al que el gobierno en sus tres niveles muestra gran miedo patológico y un sospechoso respeto del que nadie, en sus cabales, comprende el por qué. En tanto los muertos por homicidio doloso, que suman ya 130,580 (TResearch) hasta el pasado viernes, perfilan al actual sexenio para convertirse en el más violento de la historia. Son los datos duros en México, los reales, los incontrovertibles; no hay otros.
Bajo ese entorno de barbarie extrema, el país sufrió una rauda y feroz metamorfosis en menos de cuatro años, coincidentes con la gestión obradorista. Se pasó de las ejecuciones a las masacres –de esas que se burla el mandatario-, a los fusilamientos en la vía pública, en San José de Gracia, Michoacán (febrero del 2022) y se enfiló directamente a un grado mayor de agresiones a una sociedad indefensa ante el poderío criminal y la condenable incapacidad gubernamental.
Se conformó entonces un coctel tan pernicioso como propicio y el narcoterrorismo hizo su aparición irremediablemente. Por eso no extraña, por dolorosa y sangrienta que sea, la serie de hechos violentos en Jalisco, Guanajuato, Ciudad Juárez y Baja California acaecidos en los últimos siete días.
El retroceso en seguridad es gigantesco. Todo mundo lo ve y lo padece. Las escenas dantescas donde aparecen sicarios asesinando civiles, bloqueando calles, quemando automotores e incendiando tiendas de conveniencia, le dieron la vuelta al mundo y mostraron como un México glorioso se degradó a causa de pésimos políticos, autoridades corruptas y criminales desalmados.
La superlativa dimensión de violencia que hoy sufren los mexicanos tiene un solo nombre: terrorismo. Por más piruetas e inmoral palabrería del gobierno, no tiene otro nombre.
@BTU15